16 junio 2007

Contracorriente

Estamos esta semana embarcados en celebrar la Transición. Un triunfo del pueblo español, de sus ansias de libertad, de su deseo de paz. Una elegía a lo que fuimos capaces de hacer. Un recordatorio de lo que podemos hacer, si permanecemos unidos como entonces. Todas estas afirmaciones, por su apasionamiento y repetición, deberían hacer vibrar en cualquier oído medianamente afinado el diapasón de la falsedad.

Sin embargo pocas voces han recordado lo terrible de aquellos días, el temor al ruido de los sables, a lo que se tramaba en los cuartos de banderas. Los muertos, las detenciones.

Más tarde los de los sables y las banderas tomaron por asalto el cuartel general de sus nuevos competidores en la administración del Poder: El Congreso de los Diputados. La derrota de los asaltantes en Febrero de 1981, se considera un triunfo de la Democracia.

¿Un triunfo de la Democracia? En realidad creo que no. Simplemente que la elite económica de este país no podía dejar pasar el tren del siglo XX, como hizo en el siglo XIX. Y los del 23-F eran una rémora.

Es el triunfo del modelo de poder de esa elite el que se celebra. Y porque saben que es su victoria, en estos treinta años han actuado y actúan con una visión patrimonialista de la vida pública, reaccionando con violencia “legal” ante cualquier amenaza a su poder de nueva planta.

Escuchaba ayer un video del filosofo esloveno Zizek, donde afirmaba que no es necesario creer en la Democracia para practicarla siempre que esto nos suponga ventajas. La mayoría de los israelíes son, según parece, laicos, pero ocupan un territorio, con la única legitimidad de que les ha sido asignado por un dios: Yaveh en el que no creen.

Los que triunfaron en la transición no creen en los valores de la libertad ni en la democracia, pero la practican, siempre que puedan disfrutar de los enormes beneficios que les proporciona un sistema que se declara libre y democrático.