La Iliada fue uno de mis primeros
libros. El prudente Ulises, el gigantesco Ajax, el valiente Hector, el
ambicioso rey Menelao, Patroclo ingenuidad y ardor juvenil y Aquiles, su madre
Tetis, la de los rosados dedos, una concubina de Zeus, que sumergió
al hijo por el talón en la laguna Estigia para protegerlo en batalla. No
imaginaba que el cobarde Paris, desde la distancia, encontraría
su punto débil. Aqueos de doradas glebas brillando al amanecer,
cantaba Homero. Al final esperaba Creonte el barquero, cruzando al reino
de los espíritus solo a aquellos a los que los suyos habían
pagado el peaje. No entendía nada, pero esos nombres y esas
historias han resonado en mi cabeza
cincuenta años. Eneas que luego
me acompañaría en la Eneida, era un personaje menor, un timorato. Los demás
hablaban de la eternidad, del recuerdo de sus hazañas que se cantarían
por generaciones. Cada gesto, cada decisión estaba dedicado a ellas. Así
se enfrentaban día tras día a la batalla, algo incomprensible
para mi entonces, pero que con la edad ha tomado todo su sentido. Sólo
vivimos realmente en los recuerdos de otros.
Sin nuestro nombre resonando en otras
voces, simplemente ni existimos, ni hemos existido.
Es únicamente nuestro recuerdo el que
nos hace inmortales y da sentido a toda nuestra (breve) existencia.
En
esto, como en tantas otras cosas, los griegos llegaron pronto al teorema clave
de la vida.
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