23 febrero 2014

El recuerdo

La Iliada fue uno de mis primeros libros. El prudente Ulises, el gigantesco Ajax, el valiente Hector, el ambicioso rey Menelao, Patroclo ingenuidad y ardor juvenil y Aquiles, su madre Tetis, la de los rosados dedos, una concubina de Zeus, que sumergió al hijo por el talón en la laguna Estigia para protegerlo en batalla. No imaginaba que el cobarde Paris, desde la distancia, encontraría su punto débil. Aqueos de doradas glebas brillando al  amanecer,  cantaba Homero. Al final esperaba Creonte el barquero, cruzando al reino de los espíritus solo a aquellos a los que los suyos habían pagado el peaje. No entendía nada, pero esos nombres y esas historias  han resonado en mi cabeza cincuenta años.  Eneas que luego me acompañaría en la Eneida, era un personaje menor, un timorato. Los demás hablaban de la eternidad, del recuerdo de sus hazañas que se cantarían por generaciones. Cada gesto, cada decisión estaba dedicado a ellas. Así se enfrentaban día tras día a la batalla, algo incomprensible para mi entonces, pero que con la edad ha tomado todo su sentido. Sólo vivimos realmente en los recuerdos de otros.
Sin nuestro nombre resonando en otras voces, simplemente ni existimos, ni hemos existido.
Es únicamente nuestro recuerdo el que nos hace inmortales y da sentido a toda nuestra (breve) existencia.
En esto, como en tantas otras cosas, los griegos llegaron pronto al teorema clave de la vida.

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